La vista y el oído son los sentidos que más entrenamos, aunque el gusto viene ganando terreno. El chef Patricio Negro reflexiona sobre el mundo de los sabores y las nuevas formas de comer.
por Agustín Marangoni
Hubo una época, en la Francia ilustrada, allá por el siglo dieciocho, en que un grupo de intelectuales propuso eliminar el sentido del olfato. Aseguraba que era un vestigio del animal salvaje que supo ser el humano y que ya no era necesario. Claro, en aquellos años los intelectuales tenían muy poca información sobre el funcionamiento del mundo, a pesar de que se creían tan geniales. Paradojas de la vida, ese mismo país es hoy una de las capitales de la gastronomía internacional: el 15% del turismo que recibe llega exclusivamente por su circuito de restaurantes, que se ubica en primer lugar de excelencia con 607 estrellas Michelin. Japón está en segundo lugar con casi noventa estrellas menos.
Esa vieja propuesta de eliminar el olfato, así de insostenible, muestra que la supremacía de la vista y del oído en la cultura occidental es de larga data. Todavía hoy el entrenamiento sensorial para percibir e interpretar la realidad, incluso el arte, está anclado en sólo dos sentidos. Y la academia, en todos sus niveles, se encarga de reforzar esa tendencia. El tacto es, lejos, el más rezagado. Y le siguen de cerca el olfato y gusto, que van siempre juntos. Aunque en los últimos veinte años parece que la situación viene dando un giro interesante. La comida se posicionó con más fuerza que nunca como una rama legítima del arte. Así como históricamente el turismo tiene como punto de referencia obligatorio el recorrido de museos, hoy tiene a los restaurantes, cada día más específicos, variados y sofisticados. El fenómeno se lee con claridad en Argentina y en toda Latinoamérica. Aunque no hay cifras exactas, se calcula que la oferta gastronómica se quintuplicó en cantidad y calidad. Los agentes oficiales aseguran que el 50% del turismo que recibe Perú, por ejemplo, hoy llega por su oferta gastronómica como motivo principal.
En Mar del Plata hay un restaurante que se ha ganado un lugar de privilegio en el mapa gastronómico: Sarasanegro. Su chef, Patricio Negro, sabe que sus platos han despertado la atención del público a nivel nacional y a cierto punto también internacional. Todas las semanas tiene reservas de gente que viajó a Mar del Plata especialmente para probar sus propuestas. “Tengo que estar preparado para eso. A esa persona hay que recibirla con lo mejor, igual que a todos. Pero hay que estar muy atento, porque es una persona que leyó, investigó. Hoy tenemos que estar alerta. Los errores tienen que ser los mínimos, porque te ponen una vara muy alta”, explica.
Lo suyo es todo un suceso. Los fines de semana rechaza entre cien y ciento cincuenta reservas. Será que alcanzó un estilo propio, será la experiencia de haber cocinado en restaurantes de tres estrellas Michelin en España e Italia o la búsqueda exacta en la combinación de sabores. O tal vez los tres factores entrelazados, junto al trabajo con ingredientes característicos de la Costa Atlántica. Aunque sería simple hacer un enlace de su oficio con los principios elementales del arte, Patricio Negro asegura que no se considera un artista. “Tampoco entiendo mucho el arte. Soy un cocinero formado que tiene un camino parecido al de un artista, pero no sé si es arte. Lo mío es efímero y siempre distinto. Pienso en esos términos”, dice.
A principios del año pasado, Patricio Negro, Felipe Giménez y Sebastián Del Hoyo se reunieron en una performance grupal titulada Carpaccio. Patricio cocinaba, Felipe pintaba y Sebastián tocaba la guitarra. Cuando el plato estaba listo la performance terminaba, entonces sí: los integrantes del público probaban el resultado de todo el proceso. “El gusto y el olfato se trabajan cuando los involucrás. Para esos encuentros pedí que el público probara lo que preparamos. Si el público no probaba, la experiencia hubiese estado incompleta. La música crea un clima que te lleva. Lo mismo un cuadro. Si el público se queda sólo con lo visual o con lo que escucha, lo que yo hago no le llega a nadie. No hay otra forma de que vos entiendas la comida. O la probás. O la olés. O la tocás”, dice. Y aunque parece algo tan simple, incluso obvio, ahí está el primer obstáculo que enfrenta el entrenamiento del gusto: probar. A veces es difícil derribar los prejuicios.
– ¿Por qué hay quienes rechazan determinados platos sin haberlos probado?
– Eso tiene que ver con la desinformación, la educación del gusto y las malas experiencias. Hay movimientos gastronómicos que son muy buenos, depende dónde comas. Lo malo y las malas copias, lo mal hecho, que es siempre de lo que más hay, genera mala prensa. La cocina molecular está muy buena, pero mal hecha es pésima. Lo mismo con todo. Cuando nació la Nouvelle Couisine, de la mano de Paul Bocuse, pasó lo mismo que pasó con la cocina de Ferran Adrià, se empezaron a producir y a romper ciertas cosas. A veces es una evolución y a veces es una revolución. La comida molecular fue una revolución. La Nouvelle Couisine fue una evolución. Se dejaron de usar las bandejas grandes, se pasó a emplatar, se dejaron de lado las salsas pesadas y aparecieron las comidas ligeras. Pero claro, siempre están los que niegan esos cambios.
– ¿Y los prejuicios?
– Tienen que ver con cómo van viajando las cosas. La gente y los cocineros a veces están desinformados. Y a veces uno cree que lo chiquito y caro es sofisticado. Y eso no tiene nada que ver. Sofisticar la cocina no tiene ningún sentido. A veces sofisticar tiene que ver con ocultar lo que estás haciendo, por lo general se hace cuando el cheff no entiende lo que hace. Alguien que no viajó, que no probó distintos menús y platos, difícilmente tenga un buen desempeño al momento de hacer algo sofisticado. Entonces los resultados son malos y de ahí la mala prensa.
Patricio Negro hace una pausa y dice: “Antes que nada, para hablar de estos temas hay que marcar la diferencia entre gusto y sabor, que es algo que siempre se confunde. A mí me costó años entender y trabajar el sentido del gusto”. Entonces suelta una explicación simple. El café tiene sabor a café. Pero el gusto es amargo. El gusto funciona en las papilas gustativas con cuatro pilares: dulce, salado, ácido y amargo. Mientras que el sabor se construye con la memoria. “Si te doy un tomate vos vas a decir Qué rico, tiene gusto a un buen tomate. Pero si te doy una fruta de la selva amazónica que nunca habías probado vas a decir Qué rica es ácida o dulce o amarga, porque no vas a tener construido en tu memoria el sabor propio de esa fruta. Así entrenás el gusto. A medida que vas conociendo más ingredientes y técnicas lo podés utilizar mucho mejor”, agrega.
La explicación va al corazón de los sentidos, donde las palabras no tienen utilidad: se conoce sólo a través de la experiencia. No se puede explicar el color azul. No se puede explicar un fa sostenido. No se puede explicar el frío. No se puede explicar el gusto salado. Patricio Negro explora desde el gusto el equilibrio de un plato, analiza la presencia de cada uno de esos cuatro pilares. Su entrenamiento le permite desglosar y sentir más allá de los sabores inmediatos. Algo cercano a las experiencias cromáticas que Van Gogh le explicaba en cartas a su hermano Theo. Van Gogh no veía el naranja, veía el porcentaje de rojo y amarillo que había en ese color resultante. Lo desglosaba.
– ¿Qué tiene un buen plato además del equilibro del sabor?
– Un buen plato tiene que tener una búsqueda de temperatura, sabor general y textura. Si te sirven mal una tostada con manteca y anchoa, no te va a gustar. Ahora, si el pan está tostado en el punto justo, crocante por afuera, blando por adentro y caliente, la manteca es una manteca casera fresca y la anchoa está salada con exactitud el plato es otra cosa. Es riquísimo. Y son sólo tres productos. Ahí está el juego.
– ¿Cómo juega el instinto en la educación del gusto?
– Cuanto menos sugestionado estás, más instinto para probar nuevos sabores tenés. Ajo, tomate y perejil no puede fallar. Pero esa combinación puede ser tomate, limón y naranja, que también es muy buena. Lo importante es no estar sugestionado, ni tener ideas previas.
– ¿Es verdad que con el tiempo te volvés más clásico?
– Sí, ni hablar. Cuando vas madurando como persona y profesional, vas dejando muchas cosas en el camino. Cuando arrancamos con Sarasanegro hacíamos doce platos, de los cuales ocho, hoy siento, eran malos. Estábamos en esa de seguir una tendencia, una movida, de usar algunos productos que estaban de moda. Esas cosas quedan en el camino. Creo que es madurez.
A los cuatro pilares del gusto, los japoneses incorporaron un quinto, el umami, que es poco conocido pero es parte del espectro sensorial. El término en una traducción rústica significa sabroso. El responsable del umami es el glutamato monosódico, un producto muy utilizado en la cocina asiática que se encuentra en la remolacha, el jamón curado, la salsa de soja, el queso, el tomate seco y las salsas de pescado, entre otros. A principios del siglo veinte, el científico Kikunae Ikeda de la Universidad Imperial de Tokio demostró químicamente que el umami era un sabor distinto a los otros cuatro. Le dio un nombre y abrió un campo de experimentación para los cocineros. El problema del umami es que sin entrenamiento es difícil distinguirlo. Lo dulce, lo salado, lo ácido o lo amargo están siempre presentes en nuestras comidas, porque estamos entrenados para percibirlos. El umami en occidente se confunde en esa falta de entrenamiento. Y lógico: es imposible explicarlo, aunque se puede decir que es un exaltador para el dulce, disminuye lo amargo y le da un final “delicioso” a cualquier combinación. Es ese sabor único que otorga, por ejemplo, la salsa de soja en un wok con pescado y vegetales.
Para Patricio Negro, el camino del entrenamiento del gusto no tiene vuelta atrás. Una vez que uno se acostumbra a comer bien, a comer rico, nunca más pierde esa sensibilidad; por el contrario, la expande. “Comer bien no tiene nada que ver con comer caro. Comer bien es comer nutritivo y rico. Por eso uno come bien cuando empieza a entender. Comer, por ejemplo, un puchero, pero bien hecho. Con verduras, carne bien hecha y aceite de oliva. Algo simple y muy bueno. Lo que sí creo es que a medida de que te vas educando en la comida, entendés lo que es bueno en lo simple y en lo sofisticado”, dice.
– ¿Qué es lo malo?
– Lo malo es la falta de compromiso, la falta de información, un plato improvisado, mal servido. Cuando no hay un conocimiento de lo que se está haciendo y cuando la combinación de sabores no tiene nada que ver. Eso es lo primero que te das cuenta cuando aprendés a comer bien.
El término sofisticado suele llamar a la discusión. Patricio Negro esquiva las habladurías y lo traslada a un terreno sencillo. No lo toma como refugio de las grandes habilidades o la dificultad. Por el contrario: “Lo sofisticado tiene que ser simple. Vos tenés que probar un buen plato que sea complejo de hacer pero vos no te tenés que dar cuenta. Ahí entran en juego los sabores, la utilización de los productos, las texturas. Es parecido a lo que sucede con la tecnología en la cocina. Si se usa para bien, vos no te das cuenta que estuvo. La técnica tiene que estar al servicio del producto, de la cocción. Si te das cuenta, está mal hecho. Hay mucha, muchísima, elaboración atrás de un plato, pero eso tiene que ser invisible. Eso es un plato sofisticado bien hecho”.
– ¿Se puede cocinar sofisticado en una casa?
– No siempre. Una salsa en nuestro restaurante tiene entre ocho y diez horas de cocción. Ese es nuestro punto de partida. En una casa ese tiempo es imposible.
De regreso a lo sofisticado: “Nosotros cocinamos el pescado al vacío, porque queda mejor y te puedo explicar por qué queda mejor. Pero cuando sirvo el plato vos no sabés que detrás de ese pescado hay un proceso complejo. No puedo enrostrarle al comensal que está hecho al vacío. Si el tipo no se va a comer la bolsa de la máquina, se va a comer el pescado que está adentro. Si no está bien hecho, no tiene sentido. Ni al vacío, ni al horno, ni a la plancha. Si te vas a complicar, es porque te va a beneficiar. Complicarse al pedo es una burrada”.
– ¿Te acordás cuál fue el momento de tu vida en que hiciste el click con el gusto, cuando te diste cuenta que lo tuyo era cocinar, ir en busca de los sabores?
– Cuando empecé a estudiar cocina. Aunque los recuerdos de chico también son importantes. Recuerdo que hacíamos bombones, mi mamá cocinaba mucho, en mi casa siempre había olor a panqueque. Los sábados a la tarde se hacía bizcochuelo. En la casa de mi abuela en Viedma se cocinaba también. No te puedo decir que eso me llevó a ser cocinero, pero con el tiempo lo fui asimilando. No tengo melancolía, simplemente lo asocio. No tengo esa cosa de que los canelones de mi abuela era increíbles y nunca los voy a volver a comer. Eran increíbles, pero sé que hay canelones mejores. Igual, cuando vuelvo a Viedma todavía encuentro sabores que me siguen conmoviendo.
– ¿Hay alguna comida que no te guste?
-No. Bien hecho me gusta todo. Al gusto lo tenés que entrenar, es como el oído para la música. Cuando trabajaba en Italia veía a los cocineros comer arroz blanco con oliva y queso. Yo pensaba que estaban locos, comer arroz blanco en un restaurante de esa categoría. Al mes yo estaba comiendo lo mismo. Buen arroz, buen aceite y buen queso. Suficiente. Tu cabeza y el entrenamiento del gusto te llevan a comer algo que tal vez hace un mes no te llamaba la atención. Ahí te das cuenta que estás evolucionando.
Para esa evolución sugiere que lo más importante está en los primeros pasos. El sabor es un resultado mental, técnico, concreto, de educación y paciencia. La cocina es una suma de factores, algo parecido a una ecuación matemática. Si el error está al principio, por más que el desarrollo posterior sea correcto, el resultado va a ser erróneo.
Entrenar el gusto tiene que ser un placer. Uno cotidiano.
Otras preguntas
-¿Hay maneras de mejorar en el proceso una materia prima de calidad deficiente? ¿Carne dura, por ejemplo?
– La materia prima es lo más importante, hagas lo que hagas, en cualquier cultura. Si no tenés buena materia prima, el plato no te sale bien. Ninguna técnica de cocción mejora un ingrediente malo. No hay manera. La carne mala es mala. Cocinar carne tiene su técnica, pero si la carne es dura, sale dura. Lo mismo con el exceso de grasa. Podés arruinar una carne buena. Pero no podés mejorar una carne mala.
– ¿Qué comés en tu casa?
– Comemos pastas, milanesas, calentamos la plancha y tiramos un bife. Muchas verduras.
– ¿Sos riguroso con la alimentación de tus hijas o las dejás que coman lo que quieran?
– Hay una que come de todo. Y otra que come muy poco. A veces se complica. Es una edad en la que es imposible. Hasta que no sean más grandes va a ser difícil. (risas)
Foto: archivo Sarasanegro